Javier Duarte se escondió entre volcanes y pueblos donde abunda la pobreza


El exgobernador priista Javier Duarte de Ochoa y su esposa Karime Macías de Duarte llegaron en la víspera de vacaciones de Semana Santa al hotel La Riviera de Atitlán. En la recepción presentaron un formato de acceso al “apartamento privado” 505 de la torre C con capacidad para cuatro personas. El personal del hotel, muy diligente, les colocó un brazalete naranja de “invitados” y no amarillo de “huéspedes” para hacer la distinción. Jamás imaginaron –dicen– que se trataba de un presunto delincuente boletinado por la Interpol y buscado en 90 países.
“En la torre C hay cuatro apartamentos con dueños los cuales son libres de prestarlos, rentarlos, mandar familiares y amigos, nosotros no nos entretenemos en quiénes son. Son clientes a los que uno tiene que recibir, si ya traen la invitación expresa. El ahora detenido sólo se presentó como Alejandro y su acompañante como Andrea”, comentan empleados del hotel Rivera de Atitlán, ubicado en la Ruta Colonial de los Volcanes y para el cual hay que transitar 140 kilómetros desde Guatemala capital, pero que en automóvil se vuelven casi 180 minutos por las curvas sinuosas y el tráfico provocado por el comercio local.
En el restaurante del Rivera de Atitlán, en el Salón Terraza con vista a la alberca, en los elevadores de la torre C con sus 16 niveles, era muy común ver a Duarte ataviado en bermudas, ropa deportiva o con pantalón de vestir holgados. A algunos meseros Duarte de Ochoa les hablaba en inglés, “él era muy visible, su mujer no tanto”, indican empleados del resort.
Los mozos y camaristas no notaron nada extraño en el exmandatario veracruzano; les causaba rareza su nacionalidad en un hotel donde lo común es que se hospeden turistas franceses y holandeses, así como guatemaltecos con poder adquisitivo.
Acaso un botones miró con extrañeza que venían a ver a Duarte personas con el aspecto de guaruras y quienes le hacían visitas muy breves. Los atendía afuera del hotel, algunas veces los acompañó; las estancias de los desconocidos “eran más que breves”, dice mientras enseña presumido la habitación 505, donde a Duarte se le pidió que saliera y que por propia voluntad descendiera por el elevador, solo, sin ser esposado, sin tanto aspaviento.
“Su gobernador se refugió en un paraíso, rodeado de gente pobre y de indígenas que aún cultivan el trueque para satisfacer necesidades y servicios”, explica el taxista que manejó hasta esta zona.
Javier Duarte y Karime Macías ocuparon un apartamento amplio habilitado para que estuvieran cuatro personas, sin grandes lujos: apenas una habitación alfombrada, decorada con oleos pintados por artistas locales, secadora de pelo y una pequeña bañera, poco lujo, austeras comodidades, para las excentricidades que Duarte y los Macías-Tubilla vivieron en sus viajes por España, Brasil, Estados Unidos, El Vaticano e Italia.
Aunque hoy existe discordancia sobre cuánto pagó Duarte por el préstamo-arrendamiento del apartamento 505 del Rivera Atitlán, si hubiera llegado como cualquier huésped tendría que haber pagado 160 dólares o mil 1173 quetzales, un poco más si deseaba una cama kingsize.
“La verdad es que aquí el hotel Atitlán, ubicado aquí cerca, a 400 metros caminando, es el más lujoso. Más de 200 dólares la noche la habitación más sencilla, con tres puntos donde pueden bajar helicópteros, diario se ve bajar o subir uno, creo que el señor Duarte bien pudo pagar esa habitación”, cuenta divertido un trabajador del hotel.
Para llegar a este sitio, la expareja que dirigió los destinos de Veracruz en el periodo 2010-2016 atravesó 150 kilómetros desde algún punto ciego de Ciudad Hidalgo en la zona fronteriza de Chiapas, hasta llegar a este lugar. O esa misma distancia, pero proviniendo desde la ciudad de Guatemala capital.
En el departamento de Sololá hay dos claros contrastes: los resorts turísticos que rodean el lago de Atitlán en Panajachel, donde pululan los yates, lanchas –como la que usaba Duarte en Tlacotalpán– y pequeñas embarcaciones para practicar deportes acuáticos y el resto de la zona volcánica, en donde es común ver indígenas bajar con cultivos y animales de granja, para venta o para trueque entre los mismos pobladores. Incluso los domingos –como hoy– en la congregación de Los Encuentros se instala un enorme mercado donde predomina el trueque de frutos, legumbres, animales y tambos de leche de cabra.

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